viernes, 29 de julio de 2016

Test 7. Intentando crear un ambiente terrorífico

Los meses no han podido pasar en balde cuando al final nos encontramos en esta playa. El atardecer mesa con sus aguas las algas que ilustran autoridad en las piedras de la playa. La gente no se había acercado tanto, aún quedaba una familia mientras la luz coloreaba una nueva etapa entre las montañas. Algo inquietaba al niño, no serían las aguas que con leves marejadas se habían adueñado de los sonidos que clamaban la atención sin éxito alguno. Era como si algo proviniera de la enorme cueva, que era inundada por el agua y una brisa marina sofocante.

Un extraño hedor que no olía a nada se desprendía de esa cueva. La soledad del momento, para tener que guardar que las cosas no sean hurtadas por algún transeunte, había convertido ese momento en una inquietud continua. Los adultos, que lo habían acompañado hasta la playa, pescaban en una cala cercana y no estaban a la vista. Pero la sensación de soledad fue rellenada por las visiones de apariencias, las figuras que emanan de la violenta imaginación de un muchacho necesitado de vivir algo diferente. Unos espectros, venidos de otros tiempos, se acercaban y le decían al muchacho: "en esa cueva aún sigue él".

¿De qué sirve mirar donde la soledad le azotaba instantes de serenidad junto a los tambores de guerra de las olas? Pero observar el consejo de una figura que está y se marcha, para apuntar allá donde nace la verdadera inquietud supina. Esa no era cualquier tipo de cueva, porque estando en soledad de ahí la brisa desprendía unos cacofónicos lamentos. Era como un extraño y vibrante rugido de las olas traídas por el viento.

Era un buen momento para levantarse y acercarse, bajo los colores de la tarde, para comprobar qué se podía ver más allá de las grandes rocas que impedían comprobar la enorme concavidad escarvada por el mar. Como si fuera el cobijo que desea dar la montaña a los moradores de la cueva, ésta no ocupaba profundidad ninguna: no era más que un cúmulo de sombras a medida que el sol se ocultaba. Pero los rugidos del viento y el mar emitían lamentos de un eco necesario.

Aquello que seguía ahí clamaba por un descanso eterno. Figuraba la manada de rocas salientes del mar entrante con sus formas puntiagudas y, poco a poco, el niño creía entender cuál era la forma de ese extraño pesebre. Allá donde estaban las rocas paciendo del mar un enorme mugido de macho resopló para dar sensación de presencia. La oscuridad levantaba el murmullo de la existencia de un lamento que pudo haber existido en otro tiempo y que se había quedado atorado en las profundidades de las cuevas submarinas de la ciudad.

Una deidad que velaba por mantener ocultos los atavíos del enorme poderío de las diversas manadas que vivieron en paz con hegemonia absoluta antes de que los indígenas reclamaran a los cielos el derecho a un cambio de orden. El niño intercambiaba su comprensión con los huecos oscuros de la cueva, que le perdonaban su inocencia y, al mismo tiempo, le encomendaba una vital misión: que sea capaz de reconocer su manada para cuando sea mayor y reconozca su posición en este mundo.

El sol ha plantado su legado en las oscuridades y el niño le sucederá a la luz de un nuevo día. Pero el niño no ha comprendido, o creído comprender y esto ha imapactado con un fuerte chasquido del viento sobre las rocas para atraerlo al interior de las cuevas subterráneas.

- ¿No vas a respetar el pacto y apartar la luz de la oscuridad? Entonces ven a iluminar las sombras allá donde me cobijo.

- No te visitaré, pues respeto la nostalgia del temor que infundiste y el drama que ahora representas. Haré de tu oscuridad una guía para saber dónde no sabré pisar allá donde te hospedes.

- Haces bien pues no serás el primero ni el último al que devore para que me acompañe hasta la eternidad. Fueron felices al encontrarme y ahora todos vivimos en manada siendo los guardianes de todos los secretos de este mundo nuevo.






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